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Una imagen, mil palabras

Niña iraquí huerfanaPor Ana María Radaelli *
Hace días que la llevo conmigo, que la arrullo y acuno en el sueño y la vigilia
Desde que manos amorosas me la hicieron llegar vía correo electrónico.

La historia, desnuda en su inocencia, espanta. No sé cómo se llama, qué edad tiene, en qué ciudad se tomó la foto, tampoco quien la hizo, quien escribió el breve texto que la acompaña.
Solo está ella, la niñita iraquí, huérfana de padre y madre, y también de hermanos y de primos y de tíos y de abuelos… En el piso del orfanato, con un pedacito de tiza, ha dibujado la silueta de su mamá. Después, con mucho cuidado, se ha quitado sus zapaticos, como cuando se accede a lugar sagrado,  y ha entrado en el cuerpo ausente para ovillarse, acurrucarse, y tal vez dormirse en el vientre-nutricio, en el vientre-cobijo al amparo de bombas y estruendos y saqueos y violaciones y mutilaciones, al amparo de todo el horror de la guerra. Y allí quiere, parece decirnos, no solo dormirse, sino quedarse para toda la eternidad.
Corría 1996. Recuerdo palabra por la palabra una brutal declaración, dicha con total desparpajo, de la entonces embajadora estadounidense ante la ONU, Madeleine Albright: “Es una elección difícil, pero creemos que vale la pena pagar este precio”. Se refería a la muerte de medio millón de niños iraquíes, víctimas del bloqueo genocida decretado por su país a Irak.
Por esos años, el Profesor Magne Raundalen, del Centre for Crisis Studies, en Bergen, Noruega, señalaba: “Se trata de la población infantil más traumatizada de la tierra”. Y puntualizaba: “La contaminación del aire, el agua y la comida de manera prácticamente indefinida condena a las generaciones futuras de quienes no han nacido, de los recién nacidos y de los niños que están creciendo en Iraq y la región a un legado envenenado de cánceres y deformidades durante generaciones. Un crimen de guerra sin parangón en la Historia”.
Después vendría la invasión, antes los salvajes bombardeos, luego el martirologio, entre otros, de Faluya que, diezmada por el uranio empobrecido, enrostraba al mundo el nacimiento de sus niños-monstruos…
Los niños y la guerra, la total, la decidida por el imperio, secundado por sus secuaces europeos, hace ya más de una década, en 60 o más oscuros rincones del planeta. La noticia del día es: “El Estado Islámico secuestra a 127 niños iraquíes para unirlos a sus fuerzas”. Ayer acaparó titulares y paralizó corazones la foto del niñito sirio ahogado cerca de una playa turca, hecho que mereció el siguiente comentario del muy inglés Peter Bucklitsch, diputado del partido eurófobo UKIP: “El niño sirio estaba bien vestido y bien alimentado. Murió porque sus padres codiciaban una vida mejor en Europa Son los costes de intentar colarse”. Y dos días antes: “Miles de palestinos lloran la muerte de la madre del bebé asesinado, fallecida tras más de un mes en estado grave por las quemaduras recibidas durante la agresión…” El horror que no cesa, que no da tregua. Imágenes que se asoman por la pequeña pantalla, en portadas de periódicos y revistas y que nos hablan de un mundo ya no solo patas arriba, diría Eduardo Galeano, sino de una crueldad sin límite, difícil siquiera de imaginar.
La agencia de Naciones Unidas para la Infancia declaró a 2014 como un año devastador para la niñez: unos 15 millones de infantes quedaron atrapados en conflictos bélicos. Al presentar un balance de los últimos doce meses, el director ejecutivo de Unicef, Anthony Lake, aseguró que “Nunca en la historia reciente tantos niños habían estado expuestos a tal brutalidad. Miles de niños han sido asesinados mientras estudiaban o dormían; han quedado huérfanos, han sido secuestrados, torturados, reclutados, violados e incluso vendidos como esclavos”. En total, Unicef calcula que hasta 230 millones de niños viven en países y áreas afectadas por conflictos
Mientras tanto, una Europa insolidaria, que ha olvidado sus viejos y no tan viejos crímenes en África, Asia, Medio Oriente…, una Europa en plena decadencia, levanta vallas, y cercas y muros y más muros y, como toda una respetable dama ultrajada, se retuerce de asco y trata por todos los medios de sacarse de encima a los miles y miles de “maleantes” que la acosan.
Disfrazando las palabras –recuérdense “daños colaterales”, “austeridad” y tantas más–, la prensa capitalista (y mercenaria) habla de “crisis migratoria” y no del éxodo, del desbande de poblaciones enteras huyendo de la guerra y sus bombas y su muerte encapsulada. ¿Y qué decir de los Centros de Internamiento de Extranjeros (CIES), en el más puro estilo concentracionario, diseminados por la bella y culta Europa?
En artículo publicado recientemente en Rebelión, Alejandra Loucau narra que hace algunos meses hubo un gran debate (que por supuesto no fue protagonista de la tapa de diario oficial alguno) en torno a la propuesta del gobierno alemán sobre “reutilizar” en algunas ciudades germanas, antiguos campos de concentración de la época del nazismo, vale decir, sus infraestructuras, para la “acogida” de los inmigrantes recién llegados al país. Compartiré, dice la autora, parte de la cínica declaración que la mandataria alemana Angela Merkel propinó “sorprendida” sobre el asunto: “No puede ser que todos los edificios sigan siendo tabú 70 años después del fin de la Segunda Guerra Mundial”. ¿Valdría la pena agregar una sola palabra?

Atardece. Desde mi ventana, veo un ramillete de niñas y niños de todos los colores jugando al fútbol, a los escondidos o sencillamente correteando felices por el parquecito, ajenos a toda noción de desdicha. El corazón se aplaca.

*Periodista y escritora argentina radicada en Cuba

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